Todos los años por estas fechas empiezo a programar emocionado mis visitas a los monasterios cistercienses. El verano quedó atrás, con sus muchas cosas buenas, pero es ahora cuando empieza lo mejor…





La luz ha cambiado.
El sol viaja más bajo sobre el horizonte y envuelve la arquitectura con delicadeza. Tenemos menos horas de luz, pero son de mayor calidad. Y calidez. El ambiente es más frío y por lo tanto la calidez del sol es bienvenida.
Ese tímido sol no se atreve a alejarse del horizonte y se filtra entre los árboles, proyectándose las sombras de las ramas y de las hojas en los muros desnudos. Si sopla un poco de viento, la piedra monástica se convierte en una pantalla natural de cine.
Las sombras son más alargadas y los volúmenes afloran tras el cegador sol de verano que todo lo aplana. La austeridad de los edificios cistercienses se muestra en su verdadera magnitud.
La atmósfera está más limpia y todo brilla más nítido. Mis fatigados ojos ven más claro, parece que en otoño recupere al menos una dioptría. Permanecer por la tarde en un monasterio hasta que se pone el sol es un espectáculo. Las fachadas oeste de las iglesias lucen sus mejores colores recortadas por un cielo azul intenso.
Y como anochece más pronto, es más fácil disfrutar sin pasar aún mucho frío de toda la gama de azules hasta que el cielo oscurece y salen las estrellas.



Los colores han cambiado.
Las comunidades de monjes cistercienses fundaron sus monasterios y abadías, ya en el siglo XII, en profundos valles y frondosos bosques. Muchos de estos cenobios aún siguen aislados y rodeados de espléndidos árboles. Y es en otoño cuando esta vegetación se transforma en una explosión de colores verdes, naranjas, amarillos, marrones, sienas, sepias, rojos y sus infinitas variedades de tonos y matices.
Las piedras de los edificios se integran perfectamente en esa sinfonía cromática. Se percibe una absoluta armonía entre vegetación y piedra. La misma que vivieron las primeras generaciones de monjes de la Edad Media.
Vegetación, piedra, hombre, mujer son todos ellos elementos naturales viviendo en coherencia con las leyes de la naturaleza.




La integración de la arquitectura cisterciense en el entorno se muestra tanto a gran escala (inserción del monasterio en el valle) como a pequeña escala (las enredaderas que tapizan los muros o las hojas que cubren el suelo).
Si el día está nublado, los colores se apagan y nos regalan un escenario “más medieval”. Más parecido a lo que la imaginería colectiva ha proyectado en nosotros desde siempre (primero en la literatura y más tarde en el cine). Por poner solo un ejemplo: ¿qué tipo de luz y colores recordamos de la película El nombre de la Rosa?




La temperatura ha cambiado.
Las abadías medievales cistercienses se fundaron en una etapa de auge del monacato. Las corrientes eremíticas del siglo XI, donde se buscaba la soledad individual, dieron paso un siglo después a otro tipo de aislamiento: el de la comunidad monástica.


Esa soledad, ese recogimiento, podemos llegar a sentirlo cualquiera de nosotros cuando visitamos un monasterio. De hecho, creo que es uno de los atractivos que atrae a los visitantes. Escapar de las ciudades y de sus ritmos trepidantes y poder pasear tranquilamente por el claustro, por la iglesia…
Y esa tranquilidad es mayor cuanto más solos estemos y más conectemos con el lugar y su historia. Y cuando la temperatura baja en otoño, no sólo disuade a cierto número de visitantes, sino que además invita al recogimiento del que hablábamos.
El frío del otoño se incrusta en los muros de piedra y te invita a abrigarte, a encoger el cuerpo y sentir esa soledad que toda abadía contiene en su esencia.
A nivel personal, no me siento igual, no me relaciono de la misma manera con la arquitectura cisterciense en bermudas y camiseta que con ropa de abrigo. ¿Os pasa también a vosotros?
Cuando la temperatura baja aún más se establecen otro tipo de relaciones. De ellas hablaremos cuando llegue el invierno…



Los olores han cambiado.
Ya sabemos que la arquitectura cisterciense está rodeada de bosques, campos de cultivo, arroyos, etc. Podemos decir que está envuelta en vegetación. Y si nos fijamos bien nos daremos cuenta que la naturaleza en otoño tiene un olor especial.
Además, las hojas caídas de los árboles son llevadas por el viento hasta el rincón más insospechado. Y esas hojas huelen de una manera muy especial. Es como si los monasterios tuvieran un “olor corporativo” en otoño.






Una característica importantísima de la arquitectura del Císter es su componente rural. Rusticidad de la que hablé en la conferencia que tuve el privilegio de dar en el 1er Simposio internacional de Arte, Arquitectura y Educación cisterciense del Monasterio brasileño de Jequitibá. Pues bien, esos entornos rurales nos muestran aún hoy día entornos no urbanizados alrededor de los monasterios. Zonas de tierra, de hierba, de arbustos. Y al llegar las lluvias más frecuentes del otoño todas esas zonas transmiten también un olor muy característico. Los olores cambian y se potencian con la lluvia, aportando una experiencia sensorial más completa.



Respecto a este punto, destacar que la gran mayoría de monasterios cistercienses que he visitado han sabido cuidar y respetar los entornos naturales en los que se insertan.

Mi experiencia personal
Una de las cosas que primero me engancharon a la hora de visitar monasterios cistercienses fue el viaje. Desde el momento que dejaba la autopista e iba pasando de una carretera principal a otra local para acabar en una pista “en medio de la nada”. Y veía como poco a poco me iba adentrando en profundos valles. Esos paisajes salvajes, y especialmente en Francia, son de una belleza abrumadora.
Existe un término en inglés que describe la esencia de esa naturaleza: wilderness.
Por una cuestión de proximidad empecé por visitar las abadías de la zona sur y centro de Francia, donde hay una de las regiones más bonitas que podemos encontrar en otoño: el departamento del Aveyron. Os dejo algunas fotografías que ilustran lo que intento describir con palabras.




Otro componente que me gusta mucho de visitar monasterios cistercienses en otoño es que hay menos gente, lo cual te permite -como ya he apuntado anteriormente- disfrutar mejor de la visita. Quizá algún día escriba cómo vivo yo la visitas… y ahora que pienso, cuál ha sido la evolución, porque ciertamente la ha habido.
El que haya menos visitantes en otoño tiene múltiples lecturas porque hay varios tipos de monasterios, y cada uno tiene lecturas diferentes.
- Si el monasterio es importante y está bien conservado, menos visitantes es más tranquilidad. Obvio. Es la lectura clásica. Aquí también podríamos distinguir entre monasterios “vivos” (que albergan una comunidad monástica) o simplemente visitables gestionados por algún tipo de entidad.
- Si el monasterio es pequeño o sólo quedan restos pero se puede visitar, la relación es aún más íntima. Algunos de ellos, especialmente en España, a pesar de su modestia, disponen de guías que amablemente te lo enseñan. Cuántas veces he sido el único visitante y he tenido la suerte de tener un/una guía particular. Esta situación permite un diálogo muy enriquecedor saliéndose de la típica explicación turística.
- Si son pocos los restos, e incluso si éstos son de propiedad privada (que hay muchos en Francia consecuencia de la Revolución francesa), me permite investigar con libertad y cierto aire de aventura. Además, los afortunados propietarios de uno de estos restos monásticos, cuando han visto llegar (fuera de temporada) a un apasionado de la arquitectura cisterciense, siempre me han tratado con exquisita amabilidad y generosidad. No me ha hecho falta tarjeta de presentación: el simple hecho de estar un frío y húmedo día de noviembre interesándome por los restos de “su” abadía, quizá a 700 km de mi casa, es razón más que convincente de mi amor e interés sincero.


¿Que me he encontrado bastantes veces monasterios cerrados o ruinas no visitables? Sí, es cierto. No todo sale siempre como uno espera. Es un pequeño riesgo que asumo gustosamente. No pasa nada, ya volveré en otra ocasión. También es verdad que antes, hace 15 ó 20 años me pasaba más. Por mi falta de experiencia y porque no había tanto acceso a la información como en la actualidad.
Ahora puedo planificar mejor los viajes, hay más información publicada de horarios, condiciones de visitas y datos de contacto. Siempre que puedo les escribo antes y hay más garantías de “éxito”. También es verdad que con la web e Instagram se me abren más puertas, no deja de sorprenderme cómo poco a poco van conociendo mi trabajo.
Hasta aquí algunas reflexiones e impresiones sobre la relación entre la arquitectura cisterciense y el otoño. Espero que os haya gustado y os invite a abrigaros y salir a visitar alguna apartada abadía. Ahí están para nosotros. Ahí llevan 900 años esperándonos. Año tras año. Otoño tras otoño.
Gracias.
Muy muy bonito e interesante artículo
Gracias Esperanza, me alegro que te haya gustado.
Un cordial saludo y gracias por comentar.
Ignacio.
Por supuesto que invita a visitarlos, el otoño me encanta por eso, sus colores, sus olores y es genial visitar estos lugares desde la observación, contemplación, siliencio, pero despierto a sentr.
Mavarillosa invitación, geinles fotos, evocan. Gracias
Gracias Javier, totalmente de acuerdo contigo.
Es posible que en los próximos días pueda viajar a disfrutar del final del otoño a algún monasterio cisterciense francés.
Un abrazo,
Ignacio.