Subo en el blog el primer capítulo del libro “Los píxels de Cézanne” escrito por el director de cine alemán Wim Wenders. En este capítulo reflexiona sobre el acto de escribir.

Leyéndolo me he sentido identificado y me ha motivado a encontrar la manera ágil de escribir mis ideas y reflexiones. Aprovechando la tecnología que está a nuestro alcance ahora podemos escribir cualquier cosa desde cualquier lugar. Y publicarlo directamente en la red.

Esta nueva manera de escribir debería permitirme una mayor frescura y ligereza en los contenidos, abriendo el abanico de temas a tratar y, sobretodo, incorporando más impresiones personales sobre la arquitectura cisterciense. La idea también es aprovechar la buena aceptación de la cuenta de Instagram @cister.architecture para seguir aquí el estilo de los textos que publico en ella.

Tecnología y tradición unidas en el silencio.
Tecnología y tradición unidas en el silencio.

A continuación, el texto íntegro de Wim Wenders:

Pensar escribiendo / escritura pensante.

.

Hay personas que son capaces de pensar con una enorme claridad.

Otras, pensando no llegan muy lejos.

Pierden el hilo a la vuelta de cada esquina

y tienen que estar buscando todo el tiempo el punto de partida

para saber qué era lo que querían decir.

Yo soy una de esas.

Solo escribiendo puedo pensar las cosas hasta el final.

.

Las ideas van obrando claridad

a medida que veo las palabras escritas delante mío.

Tengo la impresión de que es así porque en el resto de las esferas

suelo confiar sobre todo en la vista,

que por lo tanto pasó a ser mi sentido más agudo.

Si puedo ver lo que hace un instante no era más que pensamiento,

la idea queda liberada,

se transforma en la imagen escrita del proceso de reflexión

y puede continuar pensándose hacia adelante.

.

Si escribo a mano

es absolutamente imposible que surja una imagen.

Eso se debe a mi caligrafía (¡hijo de médico!),

y a que siento que lo que escribo de puño y letra sigue siendo

parte de mi pensamiento

y no de lo que se abarca con la mirada.

.

Durante mucho tiempo un apuntando mis sueños en medio

de la noche, entredormido.

Me forzaba a cumplir, aun sin despertar,

con una disciplina que yo mismo me había impuesto.

Pero por la mañana esos garabatos eran imposibles de descifrar.

Su sentido se había volatilizado,

tal como sucede con los sueños,

que con cada segundo que pasa después del amanecer

se repliegan en la oscuridad,

se retraen y caen en un abismo del que nunca se los

puede arrancar

-salvo cuando pocas, muy pocas veces,

logramos atrapar la punta

de un ovillo que quedó como flotando

a la deriva

y así le sonsacamos otras imágenes a la oscuridad.

.

Pero cuando despertaba

y no veía ni un trazo mínimamente comprensible

desde lo visual,

me quedaba desconcertado mirando esos jeroglíficos con la

esperanza imposible

de amasarlos para poder formar una palabra

que a la vista

me resultase familiar.

Y ni hablar de que hubiera algún indicio

que me permitiera reconstruir qué había soñado.

Como fueron muchas veces que mi propia caligrafía me

generó esta dificultad

(sobre todo si había pasado cierto tiempo desde que lo

había escrito)

y como me resultaba imposible desentrañar algo que

tuviese sentido

(y otros de por sí no hubiesen podido hacerlo),

fui aprendiendo con el tiempo a volcarme directamente

a la máquina.

Antes usaba máquinas de viaje.

La última, una Olivetti roja, estuvo dando vueltas un buen tiempo

y de vez en cuando recibía cierta atención por caridad.

.

Después llegaron los primeros Word Processors o

“procesadores de texto”.

Los recuerdo muy bien: las primeras versiones no podían

memorizar más que un par de líneas.

Había que escribirlas y guardarlas antes de seguir pensando,

y el único modo de imprimirlas era en papel térmico.

Se hacía con una especie de tinta invisible:

una vez que la hoja estaba un tiempo a la luz, era imposible

ver nada…

Las ideas llevaban una vía a puro riesgo,

siempre a filo de quedar desteñidas.

(Más allá de que ese papel tenía la fastidiosa tendencia

a enrollarse todo el tiempo,

como si ya de por sí le molestara revelar la que cargaba.)

.

Después, por fin, llegaron las computadoras.

Mi escritura,

y en consecuencia mi moto de pensar,

dieron un solo cuántico,

no sin antes tener que sobreponerse a un shock:

el primer texto que escribí en la primera PC Compaq que tuve

se esfumó cuando tenía solo un día de escrito.

El resultado fue que toda esa cadena de pensamientos despareció

y fue imposible recuperarla,

como un sueño del olvido.

.

Eso no me volvió a suceder nunca

y abro escribo muchísimo más que antes.

Escribo en medio de la noche, cuando no puedo dormir,

o temprano por la mañana o en cualquier momento del día.

Me fascina escribir por el camino.

Lo que más me gusta es escribir en trenes y aviones,

pero también en taxis, tranvías y autobuses.

Las habitaciones de los hoteles me conquistaron tanto

como los cafés,

los parques y las bibliotecas públicas.

Hasta las casillas de observación, eses que no sé qué cazadores

instalan en los márgenes de los bosques,

me parecen un lugar fantástico.

Los textos que están en proceso

(como este)

se sienten muy a gusto en sitios desconocidos

y gozan al mudarse de lugar en lugar.

.

Me pregunto: ¿Estaré pensando mejor?

.

No necesariamente.

Solo me he acostumbrado a observar los pensamientos escribiendo.

Esta forma extraña en verso que ven aquí

me resulta de gran ayuda.

Genera patrones,

“bloques visuales de ideas” o,

de algún modo,

una escritura en la que hay una especie de gramática visual

que me ayuda

a no perder de vista

la gramática de los pensamientos.

.

Poco tiene que ver con los “versos” propiamente dichos.

Es una forma que responde más que nada al deseo de que las ideas

hallen un ritmo que las ponga en movimiento,

tal como en el cine,

que se vale de la edición

para generar un flujo determinado de imágenes.

Aplicando este tipo de escritura

los pensamientos, en el mejor de los casos,

se echan a fluir en una corriente similar.

Así como en una película puede ser revisada y pulida

con un sistema de edición no lineal,

la computadora me permite cortar, prolongar,

redirigir, explayar, precisar, descartar,

superponer, fundir, girar, saltear…

.

Escribiendo

la sucesión de pensamientos puede ser increíblemente lúdica.

Las ideas pueden servirse de muchos más recursos para jugar

que cuando “solo se pensaba”.

La escritura

su carácter visual y ese ritmo tan particular,

las liberan de su soponcio y las alientas a avanzar.

.

Mis primeros textos breves datan de finales de los 60.

Fueron escritos para la revista Filmkritik,

que se editaba en un formato más bien pequeño

y tenía una tirada de varios miles de ejemplares

para los pocos cineastas que había en la República Federal

de Alemania de aquel entonces.

Enno Patalas era su editor, pero la publicación contaba

en particular

con aportes de Helmut Farber y Frieda Grafe,

dos de mis grandes ejemplos a la hora de escribir sobre imágenes.

.

Una vez decidí acompañar uno de esos textos

con una imagen que tomé de una tira.

(Me permito volver a incorporarla).

Solo eliminé lo que había fuera de la ventana.

.

Así es como,

a mi parecer,

quería y quiero escribir y pensar:

como si estuviese mirando por una ventana hacia el cielo

o como si estuviese delante de una hoja en blanco, antes,

o delante de una pantalla, hoy,

ante una superficie siempre dispuesta que no solo recoge mis ideas

sino que además me sugiere correcciones,

me propone algún sinónimo

y que, sobre todo,

no se canosa de procesar y de formatear

lo que le in-, pre- o reescribo.

.

Antes, en las épocas de Filmkritik todo era mucho más engorroso.

Primero escribía los textos a mano, “en no-limpio”,

anotaba un par de puntas verbales y conceptuales.

Después lo “pensaba” tipeando

(o al revés),

tiraba de la hoja para sacarla de la máquina,

tachaba con un bolígrafo palabras o frases completas,

pintarrajeaba un par de correcciones por encima o por los costados

y volvía a tripear todo.

Y después, muy posiblemente, hacía todo una vez más.

Un incordio.

.

Ahora todo eso se puede hacer prácticamente en único paso

que engloba todos los métodos anteriores

o los almacena como un recuerdo

que toma forma de un modo más lúdico, rápido e intuitivo.

.

Es decir que ese pensar-escribiendo o esa escritura-pensante,

que es un modo de “poner imágenes” y de “editar la cinta”,

me permite entender algunas cosas de un modo del que no

hubiese sido capaz pensando.

Las palabras, escritas y contextualizadas,

la gramática, volcada a un ritmo y a una caligrafía,

dejan que las ideas se escurran por distintos surcos, tomen aire,

recuperen su centro y finalmente se afiancen.

Es una especie de pensamiento empírico.

.

No puedo dejar de relacionar este modo mío de pensar escribiendo

con el trabajo en el cine.

Y quizás ahora, cuando escriba el episodio que me viene en mente,

logre entender adónde quería ir con esta idea.

Recuerdo que cuando trabajábamos en los preparativos

de El amigo americano

mi camarógrafo Robby Muller y yo

estábamos bajo una fuerte influencia de las obras

de Edward Hopper

(por primera, pero no por última vez),

y habíamos diagramado una propuesta visual que consistía

en qué cada toma pudiera ser compuesta de un modo tal

que la cámara no tuviese que hacer ningún movimiento.

Queríamos que los actores se desplazaran dentro de un

único cuadro

o que pudieran entrar y salir de él.

Queríamos que cada toma se afirmara cada vez más

como una “imagen”.

.

Estábamos muy convencidos de la nuestra propuesta.

Los primeros días de rodaje, la respetamos.

¡Ni un solo movimiento de cámara!

Todo se definía a partir del marco:

lo que quedaba dentro de sus límites estaba salvado,

lo que quedaba fuera, sería invisible por todos los tiempos.

(Es elocuente que por aquel entonces la película llevara

el título provisorio

Framed, es decir, “Enmarcado”,

si bien lo interesante de esa palabra es que en inglés encierra

otros significados

relacionados con la farsa y la difamación).

.

Al finalizar el segundo día

nos sentamos a ver el resultado de nuestras primeras jornadas

de trabajo.

(Antes había que esperar,

no se podía ir viendo lo que se hacía mientras se rodaba).

Tomamos posición en nuestras butacas sin decir una palabra

y acusamos recibo de lo que veíamos sin emitir ningún gesto

no comentario.

Se encendió la luz y el silencio fue prolongado y espectral.

Pasó un rato, nos atrevimos a mirarnos nuevamente a los ojos.

Los dos asentimos al mismo tiempo y yo,

solo para confirmar lo que los dos ya sabíamos,

dije: “Bueno, ¡a rodar de nuevo!”.

.

Y eso fue lo que hicimos.

Repetimos los dos primeros días de rodaje, completos,

con la única diferencia de que tiramos por la borda la idea inicial

y volvimos a mover la cámara.

¡Qué liberación!

De pronto todo lo que parecía estar petrificado e inerte

se llenó de vida.

La rigidez de la cámara había generado una rigidez

en las emociones.

Es más:

el principio preconcebido

había impedido que las imágenes afloraran,

las había predestinado desde un primer momento a nacer muertas.

.

Desde ese momento mi cámara (casi) siempre se mueve

y hago un gran rodeo para evitar cualquier idea preconcebida.

A lo que voy:

creo que a la hora de pensar y de escribir

me sucede algo muy similar.

El pensamiento y la escritura no pueden ir antecedidos

de una opinión.

Necesito esa libertad de movimiento,

esos desplazamientos de cámara, por decirlo así.

Tengo que poder “orbitar” alrededor de una idea

o verla “desde arriba”,

tengo que poder aproximarme de a poco

o alejarme para tomar distancia.

Eso es lo que les da vida.

.

Me resulta muy interesante poder observar ese proceso.

El desarrollo de mis pensamientos se manifiesta del mismo modo

que lo hace la narración de una película en la edición.

Ustedes la pueden ir siguiendo

porque yo también tengo que poder seguirla para avanzar.

.

Esas sería las instrucciones para leer (¿pensar?)

este libro.